martes, 28 de abril de 2009

CUENTOS UNIVERSALES

Franz Kafka
(Praga, 1883 - 1924)


Ante la ley


Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
—Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
—¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.

ENTREVISTA: PAUL AUSTER Escritor y director



"Mis obras se aman o se odian"

Novelas como La música del azar, Mr. Vértigo o La trilogía de Nueva York lo han consagrado como un gran narrador. Ahora su desafío es el cine, y acaba de estreEntre músicas del azar y libros de las ilusiones, la obra literaria de Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947) fue creciendo y creciendo hasta abandonar la piel del escritor solitario para mudarse en estrella del rock, del rock editorial, se entiende. Pero al hombre que lo tenía todo, al ídolo de seguidores borrachos de páginas inquietantes, siempre le picó la urticaria del cine y así, tras codirigir Blue in the face junto a su ex amigo Wayne Wang, se lanzó en solitario a la aventura de Lulu on the Bridge, experiencia que pese a la presencia del gran Harvey Keitel le salió sólo regulín. Ahora vuelve a las pantallas españolas con su segunda autoría absoluta como director: La vida interior de Martin Frost, estrenada en el último Festival de San Sebastián, donde el autor de Mr. Vertigo y La trilogía de Nueva York ejerció, además, de presidente del jurado.
Pregunta. La historia de un hombre que escribe la historia de un hombre que escribe la historia de un hombre: como poco, una trama complicada, ¿no cree?
Respuesta. Pues sí, corrí el riesgo de perderme en la jungla de las complicaciones, pero creo que merecía la pena. Ese riesgo reflejaba mis opiniones personales acerca del proceso creativo, que tiende a querer hacer cosas distintas a las demás. En este caso, quería una película distinta, algo que no se hubiese visto antes, y sabía que eso molestaría mucho a unos y gustaría bastante a otros.
P. Siempre habla usted de su cine como algo que o bien se ama o bien se odia. ¿Por qué hay que ser tan radicales, es que no hay término medio?
R. Bueno, eso es algo que también sucede con mis libros, se aman o se odian... y la verdad es que ya estoy acostumbrado. Es una manera dolorosa de vivir, pero es la historia de mi vida (risas).
P. ¿Hasta qué punto son sus películas una prolongación de sus libros?
R. Bueno, por ahora he hecho sólo dos películas totalmente mías. Y puedo decirle que las dos son una extensión de mi trabajo como escritor, porque ambas nacen de lo más profundo de mi imaginación. Sin embargo, eran dos historias que necesitaban imperativamente ser contadas de manera visual, y no literaria. Y en ambos casos, el enfoque es digamos que mucho más pequeño que en el de mis novelas. Casi podemos hablar de películas que son como dos relatos cortos.
P. El mundo del cine no está siendo demasiado simpático con Paul Auster. Tuvo problemas para estrenar en los circuitos comerciales Lulu on the Bridge, y ahora los ha tenido para financiar La vida interior de Martin Frost...
R. Bueno, fue una compañía inglesa la que financió Lulu on the Bridge. Una compañía liderada por dos mujeres muy entusiastas al principio, pero que no entendieron bien el espíritu de la película. Se creyeron que estaban financiando una película comercial... ¡no sé en qué estaban pensando! Exigieron un montón de dinero increíble a los distribuidores. Y la cosa no funcionó. Nunca llegó a estrenarse en cines en EE UU, sólo en DVD y en televisión.
P. ¿Cómo se recibió en su país La vida interior de Martin Frost?
R. Se estrenó a primeros de septiembre y fue masacrada por los críticos. Me sentí como Jesús en la cruz. O como san Sebastián con las flechas clavadas. Terrible.
P. Después de estas dos películas, ¿de verdad espera usted una carrera como cineasta o son sólo experiencias puntuales?
R. No, no. Es sólo una actividad ocasional. Eso sí, me gustaría hacer otra película algún día.
P. Le masacra la crítica, estrena con dificultad o no estrena... pero quiere hacer más películas: perdone, pero ¿cómo se llama el masoquista que lleva dentro?
R. (Risas) Sí, sí, lo soy un poco, lo reconozco. La verdad es que al hacer películas se experimenta mucho placer. Trabajas con otras personas, y eso para mí ya está bien. Hay que tener en cuenta que paso la mayor parte de mi tiempo encerrado en una habitación, trabajando solo. Ya veremos lo que trae el futuro. Quién sabe, a lo mejor podría morirme esta tarde, no se pueden hacer planes.
P. ¿Es verdad que en el fondo usted siempre quiso ser director de cine pero que por su timidez acabó siendo escritor?
R. Eso es así. Y el cine es un escape que me lo hace pasar bien. Disfruto con la música, disfruto con el decorado, disfruto con la producción, disfruto con la peluquería, pero sobre todo disfruto con el trabajo junto a los actores... porque en el fondo pienso que los actores y los escritores somos muy parecidos. Los dos intentamos que los seres imaginarios se vuelvan reales. Un actor lo hace con su cuerpo y un escritor, con su bolígrafo. ¡Ah!, y luego está la parte del montaje, que es la parte más emocionante de una película, y desde luego la que más se parece al oficio de escribir.
P. ¿Qué diferencias hay entre escribir un guión y una novela?
R. No tiene nada que ver. Si escribo una novela, siento como si estuviera viéndolo todo en tres dimensiones. Pero si escribo un guión, pienso en un rectángulo, y además todo va cortado en trocitos y todo es diálogo. En mis novelas, apenas hay diálogos.
P. Lo mismo esto le parece una barbaridad, pero ¿estaría de acuerdo en que un libro puede equivaler a una esposa y una película a una amante? Una permanece, la otra es fugaz.
R. Claro, claro, a la una puedes volver siempre, y a la otra no. Es una estupenda idea, sí, aunque a mí no se me había ocurrido hasta ahora mismo. ¡Pero el mundo ha cambiado y ahora tenemos DVD! Y a esos sí que los puedes manosear y volver a ellos todo el rato...
P. Viendo La vida interior... uno vuelve a concluir que el humor puede convertirse en el mejor subrayado del patetismo...
R. Estaba esperando que me dijera eso, ha tardado mucho. El humor es algo extraordinario, también terrible. El humor puede retratar la soledad de una forma feroz.
P. ¿Y el azar? Parece ejercer una gran influencia en su obra.
R. La muerte de un amigo mío al que atravesó un rayo cuando tenía sólo 14 años me marcó. Supongo que ésa es la explicación. Todo puede cambiar de golpe.
P. ¿Son sus libros las cosas que le han pasado?
R. No son autobiográficos, pero a veces uso en ellos cosas que me han pasado.
P. Está usted en una edad, digamos, simbólica. Los 60. ¿Está cansado?
R. Me siento como si tuviera 30. Como si acabara de empezar.
P. Lou Reed dejó dicho en My house cuál era la trilogía de su vida: "Mi escritura, mi motocicleta y mi mujer". ¿Y la suya?
R. Quite usted lo de la motocicleta y ahí está la mía. Como dijo Freud, "amor y trabajo". Ahí está lo esencial.
BORJA HERMOSO

lunes, 27 de abril de 2009

EDGAR ALLAN POE(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)

El Barril de Amontillado


Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.
Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.
Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de estos.
Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.
—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. El es un buen entendido. El me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
—A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.
Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.
Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.
El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...
—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
—¡Muy bien! —dijo.
Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Éste —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediéndo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.
Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.
En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.
—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.
En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.
—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.
Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.
Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.
Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:
—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado.
In pace requiescat!