lunes, 23 de marzo de 2009

Primeras páginas El viajero del siglo

`PEl viajero del siglo
Andrés Neuman






¿Tie-ne frí-o-o?, gritó el cochero con la voz entrecortada por los saltos del carruaje. ¡Voy bie-e-en, gra-cias!, contestó Hans tiritando.
Luciérnagas desenfocadas, los faroles se agitaban al ritmo del galope. Las ruedas escupían barro. A punto de partirse, los ejes se torcían en cada bache. Los caballos inflamaban las mandíbulas, despedían nubes por las bocas. Sobre la línea del horizonte rodaba una luna opaca.
Hacía rato que Wandernburgo se dibujaba a lo lejos, al sur del camino. Pero, pensó Hans, como suele pasar al final de una jornada agotadora, aquella pequeña ciudad parecía desplazarse con ellos. Encima de la cabina el cielo pesaba. Con cada latigazo del cochero el frío se envalentonaba y oprimía el contorno de las cosas. ¿Fal-ta-a mu-cho?, preguntó Hans asomando la cabeza por la ventanilla. Tuvo que repetir dos veces la pregunta para que el cochero saliera de su ruidosa atención y, señalando con la fusta, exclamase: ¡Ya-a lo ve us-te-e-ed! Hans no supo si eso significaba que faltaban pocos minutos o que nunca se sabía. Como era el último pasajero y no tenía con quién hablar, cerró los ojos para descansar la vista.
Cuando volvió a abrirlos, vio una muralla de piedra y una puerta abovedada. A medida que se acercaban, Hans percibió algo anómalo en la robustez de la muralla, una especie de advertencia sobre la dificultad de salir, más que de entrar. A la luz ahogada de las farolas divisó las siluetas de los primeros edificios, las escamas de unos tejados, torres afiladas, ornamentos como vértebras. Tuvo la sensación de ingresar en un lugar recién desalojado, de que los golpes de los cascos y las sacudidas de las ruedas sobre los adoquines producían demasiado eco. Todo estaba tan quieto que parecía que alguien los espiaba conteniendo la respiración. El carruaje giró en una esquina, el sonido del galope se ensordeció: ahora el suelo era de tierra. Atravesaron la Calle del Caldero Viejo. Hans divisó un letrero de hierro balanceándose. Le indicó al cochero que parase.
El cochero descendió del pescante y al pisar tierra pareció desconcertado. Dio dos o tres pasos, se miró los pies, sonrió con extravío. Acarició el lomo del primer caballo, le susurró unas palabras de gratitud a las que el animal replicó resoplando. Hans ayudó al cochero a desatar las cuerdas de la baca, a retirar la lona mojada, a bajar su maleta y un gran arcón con manijas. ¿Qué lleva aquí, un muerto?, se quejó el cochero dejando caer el arcón y frotándose las manos. Un muerto no, sonrió Hans, unos cuantos. El cochero soltó una carcajada brusca, aunque una ráfaga de alarma le cruzó el rostro. ¿Usted también va a pasar la noche aquí?, preguntó Hans. No, explicó el cochero, yo sigo hasta Wittenberg, ahí conozco un buen sitio para dormir y hay una familia que necesita ir a Leipzig. Después, mirando de reojo el letrero que chirriaba, agregó: ¿Seguro que no quiere seguir un poco más? Gracias, dijo Hans, aquí está bien, necesito descansar. En realidad voy a Dessau, pero me gusta parar por el camino. Como quiera, señor, como quiera, dijo el cochero antes de carraspear varias veces. Hans le pagó, rechazó las monedas que sobraban y se despidió de él. A sus espaldas sonó un latigazo, el estremecimiento de la madera, la percusión de los cascos alejándose.
Fue al quedarse solo con su equipaje frente a la posada cuando notó los aguijones en la espalda, el vaivén en los músculos, el zumbido en las sienes. Conservaba la sensación del traqueteo, las luces seguían pareciéndole parpadeantes, las piedras movedizas. Hans se frotó los ojos. Las ventanas empañadas no dejaban ver el interior de la posada. Llamó a la puerta, de la que aún colgaba una magra corona navideña. Nadie acudió. Probó el picaporte helado. La puerta cedió a empujones. Divisó un pasillo alumbrado con candiles de aceite que pendían de un garfio. Sintió el beneficio cálido del interior. Al fondo del pasillo se oía un alborotar de chispas. Hans retrocedió, arrastró con esfuerzo la maleta y el arcón dentro de la posada. Permaneció debajo de un candil, intentando recobrar la temperatura. Se sobresaltó al reparar en el señor Zeit, que lo miraba tras el mostrador de la recepción. Iba a ir a abrirle, dijo, no me ha dado usted tiempo. El posadero se movió con extrema lentitud, como si se hubiera quedado atrapado entre el mostrador y la pared. Tenía una barriga en forma de tambor. Olía a tela viciada. ¿De dónde viene?, preguntó. Salí de Berlín, dijo Hans, aunque eso no importa. A mí sí me importa, caballero, lo interrumpió el señor Zeit sin sospechar que Hans se refería a otra cosa, ¿y cuántas noches piensa quedarse? Supongo que una, dijo Hans, no estoy seguro. Cuando lo sepa, contestó el posadero, por favor comuníquemelo, necesitamos saber qué habitaciones van a estar disponibles.
El señor Zeit buscó un candelabro. Condujo a Hans a través del pasillo, después por unas escaleras. Hans miraba la figura oronda y cansina del señor Zeit subiendo cada peldaño y temió que se le viniera encima. Toda la posada olía a aceite quemándose, al azufre de las mechas, a jabón y sudor mezclados. Pasaron la primera planta y siguieron subiendo. A Hans le extrañó observar que las habitaciones parecían desocupadas. Al llegar a la segunda planta, el posadero se detuvo frente a una puerta con un número siete escrito en tiza. Recuperando el aliento, aclaró con orgullo: La siete es la mejor que tenemos disponible. El señor Zeit sacó de un bolsillo un llavero con aro, un aro grueso, sufrido, cargado de llaves, y tras varios intentos y varias maldiciones en voz baja, entraron en la habitación.
El señor Zeit, candelabro en mano, fue haciendo un surco en la oscuridad hasta llegar a la ventana. Al abrir los postigos, la ventana emitió un acorde de maderas y polvo. La luz de la calle entró tan débil que, más que alumbrar la habitación, se sumó a la penumbra como un gas. Por las mañanas es bastante soleada, explicó el señor Zeit, está orientada al este. Hans forzó la vista entornando los párpados. Distinguió una mesa recia, dos sillas. Un catre, varias mantas de lana plegadas encima de él. Una tina redonda de estaño, un orinal con óxido, un aguamanil sobre un trípode, una jarra de barro. Una chimenea de ladrillos y piedra, con una pequeña cornisa en la que parecía imposible apoyar cualquier objeto sin que se tambaleara (sólo la tres y la siete tienen chimenea, anunció el señor Zeit muy erguido) y algunos utensilios herrumbrosos a un costado: un badil, una pala roma, unas tenazas ennegrecidas, una escobilla casi pelada. Dentro de la chimenea había ramitas de encina y dos troncos calcinados. En la pared opuesta a la puerta, entre la mesa y la tina, a Hans le llamó la atención un cuadrito que le pareció una acuarela, aunque no pudo verlo bien. Una cosa más, concluyó en tono solemne el señor Zeit acercando el candelabro a la mesa y deslizando una mano sobre ella: esto es roble. Hans miró la mesa con agrado. Se fijó en los dos candelabros con velas de sebo, en el quinqué herrumbroso. Me la quedo, dijo Hans acariciando la madera. Inmediatamente sintió cómo el señor Zeit lo despojaba de la levita para engancharla en uno de los clavos que asomaban junto a la puerta: el perchero.
¡Mujer!, gritó el señor Zeit como si hubiera amanecido de repente, ¡mujer, ven!, ¡un huésped! Enseguida se oyeron unos pasos enérgicos ascendiendo. Tras la puerta apareció una mujer ancha, vestida con una saya de algodón y un delantal con un bolsillo enorme entre los pechos. Al revés que su marido, la señora Zeit se movía con brusquedad y eficacia. En un instante la señora Zeit mudó las sábanas del catre por otras no tan amarillas, dio un barrido fugaz al cuarto, bajó a llenar la jarra. En cuanto la trajo de vuelta Hans bebió en abundancia, casi sin respirar. ¿Le subes el equipaje?, sugirió el señor Zeit. Ella suspiró. Su marido decidió que ese suspiro significaba sí, saludó a Hans con la cabeza y se perdió por las escaleras. Hans se quedó mirando la frente rotunda de la señora Zeit. Intimidado, se ofreció a ayudarla con el arcón.
Boca arriba en el catre, Hans tanteó la aspereza de las sábanas con la punta de los pies. Al entornar los párpados, le pareció escuchar rasguños bajo las tablas del suelo. Mientras el sopor lo envolvía y todo dejaba de importarle, Hans se dijo: Mañana junto mis cosas y me voy a otro sitio. Si se hubiera acercado al techo con una vela, habría descubierto las grandes telarañas de las vigas. Entre las telarañas un insecto débil asistió al sueño de Hans, hilo por hilo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario